Comentario
Las relaciones entre Estado y economía a lo largo del siglo XIX estuvieron guiadas por el progresivo desmantelamiento de las prácticas mercantilistas desarrolladas por el Estado absoluto, atravesadas por el régimen señorial. En teoría, el liberalismo económico planteaba la retirada del Estado del ámbito económico, dejando al mercado el predominio en la asignación de recursos. Sin embargo, en todo el conjunto europeo estos presupuestos doctrinales se ejecutaron, en la práctica, a diferente ritmo, según la voluntad política de los poderes públicos y la capacidad de influencia sobre los mismos de los grupos de interés, más o menos articulados, o de la influencia de determinadas clientelas políticas asociadas a individuos de las elites económicas.
Así, el debate proteccionismo-librecambismo, uno de los puntos centrales de la desarticulación de dichas prácticas mercantilistas, adquirió un tono diferente en los distintos países europeos, según se percibieran las posibilidades internas para el despegue industrial. En la propia Gran Bretaña, cabecera de la industrialización, la derrota definitiva del proteccionismo tuvo que esperar a 1846 con la abolición de la ley de granos. En el caso español resulta visible la interferencia de la ruptura del Estado transoceánico y la pérdida del mercado colonial, lo cual, al coincidir en el tiempo con la crisis interna del Antiguo Régimen y la construcción del Estado liberal, hizo asimétrico lo que en teoría estaba planteado como una evolución paralela que llevara al unísono la renuncia de las prácticas mercantilistas y el fin de las relaciones económicas del antiguo régimen, con su máximo en la abolición del régimen señorial. Al igual que durante su primer ensayo práctico de 1820-1823, el liberalismo derrumbaba la sociedad señorial y las relaciones estamentales, respondía a la pérdida del Imperio con la reivindicación de los principios proteccionistas para el sector exterior. Un proteccionismo agrario que posteriormente se vería acompañado de similar tendencia por el sector punta de la industrialización española: el textil catalán.
Así, el mercantilismo quedaba disociado de su noción global: mientras el proteccionismo continúa aplicado al sector exterior, la legislación económica y social de los años treinta edificó un mercado interno bajo presupuestos liberales. La articulación real, y no sólo virtual, estará sujeta, entre otros condicionantes, a partir de entonces, a las mayores o menores dosis de proteccionismo exterior. De ello se derivarán diversas formas de integración de la economía española en el mercado mundial.
La tendencia secular se encaminó hacia una reducción paulatina del proteccionismo que culminará con la potencialidad librecambista de la legislación de 1869 al abrir el horizonte de un futuro librecambismo truncal de 1875. Así, el arancel de 1869 respondería a la concreción del ideario demócrata, que vincula el desarrollo de la economía española a una mayor competencia con el exterior.
A la altura de 1870, cuando los demócratas librecambistas tuvieron la ocasión de llevar las riendas de la política económica, España había empezado, desde hacía quince años, a integrarse de forma más coherente en el mercado mundial. El contexto internacional había creado nuevas pautas a partir del viraje librecambista británico de finales de los años cuarenta, y de la posterior firma del tratado comercial francobritánico de 1860, inaugurando una secuencia librecambista para el resto de países europeos.
Esta mayor integración provocó transformaciones radicales en el comercio exterior español como condición necesaria para asegurar los proyectos de modernización económica emprendidos. El sector exterior, pues, se convirtió en un acicate fundamental para el crecimiento económico.
Un sector exterior que fue alejándose de la estructura monoexportadora. Las exportaciones se diversificaron al socaire de las transformaciones del mercado interior. Igualmente fueron significativas las variaciones en la estructura de las importaciones: la progresiva disminución de los artículos alimentarios y el paralelo incremento de las materias primas, y, principalmente, de los bienes de equipo, en consonancia con el aumento de la producción industrial interior.
Los demócratas del Sexenio fueron más lejos que los progresistas del Bienio en su valoración de las ventajas de una integración más profunda de la economía española en el contexto internacional. Durante el Bienio la acción del exterior se había entendido en la lógica del auxilio, la necesidad de tecnología, capitales y gestores. Los demócratas de 1868 valoraban la cuestión en términos de la necesidad de una mayor competencia con el exterior, de un contraste que asegurase mayores cotas de modernización y de crecimiento. Esta vocación extravertida incorporaba ingredientes políticos y doctrinales en un largo debate proteccionismo-librecambismo que venía desarrollándose desde decenios atrás y se prolongaría más allá del Sexenio, pero que había alcanzado una especial intensidad en los años sesenta.
Había sido en esta época cuando la reivindicación librecambista alcanzó su máximo nivel teórico y de elaboración con la creación y expansión de la Asociación para la reforma de los aranceles. En su interior confluyó la intelectualidad demócrata que, por coherencia doctrinal, abanderó la causa librecambista. Esta había sido una constante en los comerciantes españoles, sobre todo aquellos vinculados al mercado exterior y al capital extranjero. Utilizaban el término librecambio en una doble acepción, interior y exterior, al igual que para los teóricos demócratas, hasta componer un discurso arbitrista en el que todos los males de la economía se atribuían al sistema proteccionista, desde la incapacidad de los fabricantes para adaptar las innovaciones tecnológicas, hasta la rigidez de la demanda. Según esta perspectiva, el sistema arancelario proteccionista encarecía las importaciones y favorecía un sistema de impuestos indirectos basado en los derechos de puertas y consumos, que entorpeció la circulación interior, creando, de hecho, una tela de araña aduanera que compartimentaba el mercado interior.
En ambas direcciones, interior y exterior, se dirigió la política comercial de los Gobiernos del Sexenio desde sus orígenes. Respondiendo a la reivindicación popular, pero también por lógica doctrinal, tal como hemos apuntado, los derechos de puertas y consumos fueron abolidos. Se perseguía una mayor cohesión del mercado interior y un abaratamiento de los productos de beber, comer y arder, que permitiría destinar un porcentaje mayor de las rentas domésticas a otros tipos de consumo. Por su parte el ministro Figuerola, que había presidido la Asociación para la reforma de los aranceles, dio un viraje aperturista en materia de comercio exterior que se materializó en la Ley de Bases Arancelarias, promulgada el 12 de julio de 1869, que potenciaba el librecambismo. La ley no llegó a consumar plenamente sus objetivos, relacionados con la fijación de los derechos arancelarios en un máximo del 15%, pero sí logró una reducción apreciable de los mismos. Como resultado, los intercambios con el exterior provocarían una mayor competitividad interior, incrementándose considerablemente, por añadidura, la recaudación.
Además del plano comercial los Gobiernos del Sexenio, sobre todo el Provisional, acuciado por una Hacienda Pública en pésimas condiciones y una grave crisis económica, se vieron forzados a maniobrar en los ámbitos fiscal, hacendístico y monetario. Laureano Figuerola intentó la recuperación de la Hacienda Pública. Para ello se hacía necesaria la disminución del déficit presupuestario y, por consiguiente, de una deuda pública que superaba los 22.000 millones de reales. Se puso en marcha una operación financiera a gran escala que, además de comprometer al Estado en un conjunto de préstamos, afectó sobremanera al sector minero, utilizado como garantía de la devolución de los mismos.
El 1 de enero de 1869 entraba en vigor la nueva Ley de Minas. Inspirada en el principio librecambista de la propiedad perfecta, creaba las condiciones objetivas adecuadas para impulsar la minería española hasta un momento de auge que repercutiría favorablemente sobre la recaudación tributaria. La ley permitía el traspaso prácticamente a perpetuidad de la propiedad de las minas, antes pertenecientes a la Corona, a manos de inversores privados, para quienes la compra y explotación de las mismas sería más rápida y sencilla. La liberalización del sector atrajo hacia sí cuantiosas inversiones extranjeras que lo reanimaron y aumentaron el nivel de recaudación fiscal. España se convirtió en uno de los principales proveedores de minerales de las economías industriales europeas, con el consiguiente alivio de la balanza de pagos. Este proceso ha sido denominado la desamortización del subsuelo español.
La legislación minera de 1868 abrió los cauces de una segunda oleada de inversiones extranjeras, antes centradas en el ferrocarril, que ahora acabarán por controlar los recursos básicos del subsuelo español. Las consecuencias de estas inversiones han sido objeto de amplio debate historiográfico. Para Sánchez Albornoz las minas terminaron por convertirse en una suerte de enclaves extranjeros sólo ligados territorialmente a España, pero sin articulación con el resto de la economía, salvo en el caso del hierro. En la misma onda se sitúan Ramón Tamames y Juan Muñoz. El extremo opuesto lo ocupa Gabriel Tortella: "Ejercieron una demanda de mano de obra, estimularon el desarrollo de una tecnología minera nacional, de una industria de bienes de equipo y de explosivos, que ocasionaron considerables inversiones en infraestructuras, como la construcción de ferrocarriles y puertos, y vinieron a paliar el déficit en la balanza de pagos".
Es un tema abierto. En el caso del hierro, la nueva situación coadyuvó, según los análisis de González Portilla, al despliegue de la industria siderúrgica vasca, sobre todo por la presencia de capitales vascos en la explotación del hierro de Somorrostro y en la combinación de los beneficios de la venta de hierro a Gran Bretaña y de la importación, desde allí, de la energía necesaria. Sin embargo, la explotación del cobre y el plomo, casi enteramente en manos extranjeras, no desembocó en un proceso industrializador afín.
La balanza comercial quedó aliviada, pero las expectativas tributarias resultaron frustradas al convertirse el sector en un auténtico paraíso fiscal, sometido a una baja presión y a todo tipo de fraude. Además, la penuria hacendística forzó, en 1870, la concesión de la explotación y comercialización del mercurio de Almadén a los Rothschild, por un período de cincuenta años, y en 1873 la venta de las minas de cobre de Riotinto al capital británico, por 22.800.000 pesetas.
En el terreno monetario lo primero que Figuerola planteó fue la implantación de la peseta como unidad monetaria española, bajo los acuerdos de la Unión Monetaria Latina, firmados en 1865, que establecían un patrón bimetálico, en plata y oro, para la acuñación de monedas. Este patrón bimetálico, a medio plazo, no podría sostenerse y acabaría siendo sustituido por el predominio de la circulación fiduciaria. El decreto de fijación de la peseta como unidad monetaria fue de 19 de octubre. En su preámbulo se hacía un canto a la soberanía nacional: "la moneda de cada época ha servido para marcar los diferentes períodos de la civilización de un pueblo, presentando en sus formas y lemas el principio fundamental de la constitución y modo de ser de la soberanía, y no habiendo hoy en España más poder que la nación ni otro origen de la autoridad que la voluntad nacional, la moneda debe ofrecer a la vista la figura de la Patria... borrando para siempre de este escudo las lises borbónicas".
En 1874 la concesión del monopolio de emisión al Banco de España vendría a regular el ordenamiento monetario, además de posibilitar una sustitución estable y ordenada del dinero metálico por dinero fiduciario. Los antiguos bancos emisores se transformaron en sucursales del Banco de España, o tuvieron que cambiar su horizonte.
El privilegio de emisión descansaba, además, sobre razones hacendísticas. Se trataba de establecer las bases de un modelo más estable de tratamiento de la deuda, para evitar las desventajas del Estado en la consecución de anticipos, que había mediatizado hasta entonces su actuación, dadas las onerosas condiciones de los prestamistas y la inmediatez con que siempre fue intentado el arreglo de la deuda. Ahora se vinculaba Hacienda y banco emisor, permitiendo sentar las bases de una estabilidad a medio plazo, sin recurrir a las urgencias y las negociaciones desventajosas, además de que el Banco de España, al financiar al Tesoro, aseguraba la canalización de recursos ajenos hacia la deuda pública.
Y es que el problema de la crisis hacendística, heredada del pasado, agobió hasta límites insospechados a los diferentes gobiernos del Sexenio. Técnicamente el Estado estaba en suspensión de pagos. En 1868 el monto de la deuda pública se elevaba a 22.109 millones de reales, con unos intereses de 591 millones de reales, aproximadamente. Si a ello añadimos las deudas a corto plazo por anticipación de fondos de la banca extranjera, los efectos de la crisis agraria de 1867-1868, y la reciente abolición de los derechos de puertas y consumos, se completa un panorama para cuya solución quedaban pocos márgenes de actuación.
Los empréstitos exteriores se negociaron cada vez en condiciones menos ventajosas, conforme el Estado se hacía más insolvente, hasta desembocar en la bancarrota hacendística de 1870-1874. El Estado se convirtió, durante la segunda mitad del siglo, en rehén de los grandes prestamistas exteriores, que obtuvieron notables ventajas directas e indirectas, tanto políticas como económicas. Así lo que en principio podría parecer un ruinoso negocio para el prestamista de un Estado insolvente, encubría una especulación beneficiosa a base de concesiones y privilegios.
El servicio de la deuda acabó por convertirse en el capítulo más importante del gasto público, llegando a su máximo en 1870, cuando supera la mitad del presupuesto. A largo plazo en la estructura del gasto, entre 1850 y 1890, la partida deuda pública y clases pasivas absorbió un tercio de los gastos, igual proporción que el destinado a gastos militares, de orden público y de mantenimiento del clero, y situándose por encima del presupuesto, atribuido a otros ministerios, y, desde luego, muy superior a la inversión del Estado en obras públicas".